Se insinúa un cambio de postura del Gobierno, que se hizo más afín a la sensibilidad y la realidad de la clase media, en contra de posturas kirchneristas.
Se hace complicado en estos días comprender la estrategia política de Alberto Fernández, que no deja de zigzaguear entre una postura beligerante al estilo kirchnerista y un llamado a la conciliación social en actitud zen, al estilo Daniel Scioli.
De la declaración de guerra a la inflación -que incluyó amenazas contra los "especuladores" y promesas de sanciones- pasó a la convocatoria al pacto social en el que citó a John Lennon con la frase "démosle una oportunidad al diálogo".
De las subas de retenciones para evitar que el campo captara "rentas extraordinarias" del nuevo escenario global, pasó a las señales amistosas con la agroindustria como la que envió el jueves en Las Parejas, Santa Fe, cuando dijo que el país debe "aprovechar el potencial que tiene para producir cereales, oleaginosas y la carne". Y al mismo tiempo que en los discursos reclama una recuperación de la capacidad de consumo para los asalariados, sus ministros cuidan que las subas salariales se mantengan dentro de un rango contenido, para que no echen más nafta a la inflación.
Los politólogos no terminan de desentrañar si se trata de falta de rumbo o de una estrategia deliberada para enviarle a cada sector de la sociedad el mensaje que quiere escuchar, de manera de no exacerbar las tensiones ni con los socios kirchneristas de la coalición del Gobierno ni con las gremiales empresariales ni con la cúpula sindical.
Lo cierto es que en ese constante equilibrio sobre la cornisa política, el Gobierno volvió a sorprender con una actitud dura hacia las organizaciones piqueteras, en un momento de hipersensibilidad causado por una inflación que en el rubro alimentos ya acumula un pavoroso 19%. Concretamente, el ministro de Desarrollo Social, Juan Zabaleta, se negó al pedido de levantar el "tope" para que más gente pudiera sumarse a la nómina del plan Potenciar Trabajo. Pero, además, buscó diferenciarse de su antecesor en el cargo, Daniel Arroyo, que sufrió un permanente hostigamiento de las organizaciones piqueteras, y afirmó que no negociaría bajo la presión de medidas de protesta que implicaran cortes de tránsito.
Una dureza que llamó la atención, sobre todo porque hasta los medios más definidamente opositores al Gobierno, que habitualmente levantan el discurso del derecho a la libre circulación, esta vez cambiaron el tono de sus coberturas y enfocaron el costado humano de los desocupados que acamparon dos noches en la avenida 9 de Julio para exponer la cruda realidad de su pobreza.
La sospecha de la motivación política
Así, mientras en televisión los manifestantes aclaraban que no querían cobrar planes sino que estaban pidiendo trabajo -y las imágenes los mostraban ejerciendo oficios en plena calle-, el Gobierno mostraba dureza e insinuaba que había una motivación política detrás del masivo acampe ante el edificio del ministerio que en sus paredes tiene las gigantografías de Evita.
Lo cierto es que sí existe una "interna piquetera" entre los grupos afines al Gobierno, como el Movimiento Evita -liderado por Emilio Pérsico- y Barrios de Pie -dirigido por Daniel Menéndez- que llevaron la alianza al punto de que tienen dirigentes que se desempeñan como funcionarios en áreas sociales. Y de hecho Menéndez se postuló como candidato a diputado bonaerense en las PASO de septiembre pasado -paradójicamente, compartiendo lista con el recién renunciado Daniel Arroyo-.
Dado que el discurso de la dirigencia piquetera "dura" incluye una postura de repudio al acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, hay en el Gobierno una sospecha de utilización política del difícil momento social, por parte de grupos de izquierda y también parte del kirchnerismo.
Eduardo Belliboni, la cara visible de los piqueteros más combativos, ironizó contra los dirigentes piqueteros que "están de los dos lados del mostrador" y convocó a que los militantes del Evita y el Barrios de Pie a que, en contra de la actitud pasiva de sus dirigentes, se sumaran a la protesta.
Dureza negociadora y celo fiscal
Desde el punto de vista del Gobierno, la conclusión de la semana de protagonismo piquetero fue ambivalente. Por una parte, se pagó un alto costo político, dado que la exhibición de la crisis social arruinó el intento oficial por mostrar una mejora -que se reflejaba en indicadores de recuperación industrial, en la baja del desempleo y en los dos puntos de reducción de la pobreza en un semestre-.
Pero también es cierto que se mostró una faceta de firmeza, tanto por la negativa a "dialogar bajo presión" como por el rechazo a las principales demandas. Desde que se dejó sin efecto el IFE -que durante la cuarentena había alcanzado a nueve millones de personas sin ingresos- el Potenciar Trabajo se transformo en el programa asistencial más importante -y el que más costo fiscal insume-, al pagarle todos los meses el equivalente a medio salario mínimo a 1,2 millón de personas. Las organizaciones sociales más radicalizadas, como el Polo Obrero, que dirige Belliboni, quiere que se reabra esa nómina de tal forma que al menos se duplique el número de beneficiarios.
El Gobierno se niega, con el argumento de que se está recuperando el empleo -la última medición arrojó un 7% de desocupación abierta, la menor cifra registrada en seis años- pero también con un ojo en el frente fiscal, sabiendo que además será auditado por el Fondo Monetario Internacional.
El Potenciar Trabajo pasará a pagar $19.470 en abril y, después de subas escalonadas, llegará a $23.925 en diciembre. En otras palabras, quien percibe hoy este plan, contando el próximo aumento se ubica un 29% debajo de la línea de pobreza -si se considera el mínimo individual que estima el Indec- o un 77% debajo -si se trata de un hogar tipo con dos mayores y dos menores-.
Pero claro, visto desde el otro lado del mostrador, esa ayuda ya no parece tan pequeña. En abril, lo que se pague sólo por el Potenciar Trabajo estará en torno a los $23.000 millones, una suma equivalente a un 2% de la recaudación mensual de la AFIP. Es una ecuación que deja en claro la resistencia gubernamental a seguir expandiendo la nómina de beneficiarios.
Una agenda de clase media
El Gobierno intentará descomprimir la tensión social con el pago a los "planeros" de un bono de $6.000 -una actitud análoga a la que se estableció para los jubilados de la franja inferior-. Una "solución" de corto plazo que ni en los despachos oficiales ni en las organizaciones sociales creen que resuelva el problema de fondo: la caída brusca de la capacidad de consumo en los sectores más pobres, donde la inflación está haciendo estragos.
Mientras tanto, el ministro de Trabajo, Claudio Moroni, ha argumentado que el salario le está ganando la carrera a los precios en el ámbito de los trabajadores asalariados, gracias al funcionamiento de las paritarias.
"Los primeros aumentos que se aplican en los primeros meses han rondado el 18 o el 21%. Sumado al 4% que los salarios superaron a la inflación en el año pasado, hoy no estamos viendo que se haya afectado el ingreso real de los asalariados públicos y privados", dijo Moroni en una entrevista con Roberto Navarro, y que levantó polvareda dentro del kirchnerismo.
Y lo cierto es que en gremios grandes se han firmado acuerdos relativamente buenos, con ajustes superiores al 50% y cláusulas de revisión por inflación. En el caso de los trabajadores con ingresos más altos, hay además un beneficio por el alivio en el impuesto a las Ganancias que impulsó el año pasado Sergio Massa, y que también es actualizado por inflación.
¿La cabeza puesta en 2023?
Es esta dualidad de situaciones lo que ha llevado a que desde el kirchnerismo surgieran críticas en el sentido de que el entorno de Alberto Fernández parece más preocupado por recomponer los ingresos y atender la agenda de la clase media antes que ocuparse de los segmentos más desfavorecidos de la sociedad.
Ese es uno de los ejes centrales de las desavenencias que se han hecho públicas entre el kirchnerismo y el entorno de Alberto Fernández: cuando se argumenta entre la conveniencia de "la moderación" o de "la confrontación", en realidad los dos sectores peronistas están discutiendo sobre a qué sector de la sociedad hay que dirigirse en forma prioritaria.
Y está clara ahí la diferencia de objetivos: Alberto, que ya insinuó su deseo de postularse nuevamente el año próximo, busca una reconciliación con el votante centrista que lo había apoyado en 2019 y luego lo abandonó en las legislativas.
Entre ambas elecciones, el apoyo de la ciudadanía a Alberto cayó en cinco millones de votos, mientras la fuerza que conducen Macri y Horacio Rodríguez Larreta perdió sólo perdió un millón.
Ese público de clase media, votante histórico del "peronismo de centro", asiduo crítico de la cultura de los planes sociales y frecuente víctima de los cortes de tránsito, valora la postura de los guiños a la clase media. En contraste, el kirchnerismo teme que la desatención a la franja de ingresos más bajos siga alejando a los jóvenes de su base militante, que empieza a sentirse atraída por el discurso "libertario".